A pesar de la bruma, producida por los focos de incendios, quemazón de pastizales y despreocupados “ciudadanos” que incineran hojas y demás residuos en las calles o patios baldíos, los lapachos comenzaron a brindarnos su colorido espectáculo anual.
Las frondosas copas compuestas por miles de ramilletes de campanillas tiñen a la ciudad de rosa, amarillo, morado y blanco, mientras coros formados por distintos tipos de aves saludan a todo aquel que quiera, o pueda oírlos entre el bullicio producido por bocinas, reguetón y desvencijados transportes públicos.
Bajo los añosos troncos se encuentra la verde amarronada alfombra formada por millones de crepitantes hojas dispersa sobre veredas y calles tratando de ocultar debajo de su manto a los envases descartables y papeles abandonados por indiferentes transeúntes.
El leve aroma de los azaares de los pocos naranjos y pomelos, que en otra época abundaban en las calles asuncenas, tratan de competir con el desagradable olor del humo del transito.
En unos meses, estas flores serán reemplazadas por la de los tarumá, timbós, jacarandaes y los rojos chivatos quienes se encargarán de cambiar el color y la cara a la ciudad.
Este vibrante espectáculo que la naturaleza nos brinda cada año es desaprovechado por la mayoría de los habitantes de la urbe que recorren las calles ensimismados en sus problemas o en la lectura de algún amarillento pasquín comprado al canillita de la esquina.
Esta generalizada indiferencia parece no importar a la naturaleza quien, año a año, y a pesar del maltrato desmedido del hombre, sigue ofreciendo su siempre eterno y renovado esplendor a todo aquel que se detenga a admirarlo.