Hace muchos años, una profesora de historia me dijo que la
mente es la más poderosa y eficiente máquina del tiempo, que con ella
podemos viajar a cualquier época o lugar con sólo desearlo.
Es cierto que en aquella oportunidad di a este comentario la
misma importancia que cualquier adolescente da al consejo de un mayor,
un viejo; sin embargo, el siguiente relato de lo que parecía ser uno más
de mis viajes, confirmó aquellas palabras.
***
Tras haber pernoctado en el pueblo inca viviente de
Ollantaytambo, rodeado por las altas montañas cubiertas por el negro
manto de la noche tachonada de brillantes estrellas, partí con mi
mochila a la estación de tren con destino a Aguas Calientes, más
conocida como Machu Picchu Pueblo.
El vagón, con ventanas panorámicas en el techo y asientos
enfrentados separados por mesas, era confortable, y la música funcional
con temas andinos, agradable.
Un turista frente a mí leía el periódico del día cuyo titular
"De arqueóloga y montañista, a presidente" se refería a la recién electa
primera mandataria de aquel país andino.
Como escritor, muchas eran las expectativas que el nombre de
Machu Picchu traía a mi mente; y con estas, el deseo ferviente de
conocer aquella maravilla hecha por el hombre y el monótono traqueteo
del tren, me dormí.
El pueblo de Machu Picchu, ubicado a 110 km de Cusco, en un
valle rodeado por una cadena de empinadas montañas cubiertas de
abundante vegetación selvática, pertenecientes a la cordillera andina
central, al sur del Perú, me recibió con la efervescencia y bullicio
propio de la gente que vive del turismo.
Luego de una paciente espera de casi una hora, aborde el
autobús que me llevo a la zona de entrada al santuario, adonde llegamos
luego de veinte minutos.
Tras el ascenso, sobre parte del antiguo Qapac Ñam (1), por fin divisé las majestuosas ruinas.
La inmensa cantidad de turistas que se abalanzaron sobre el
sitio arqueológico a esa hora de la mañana, sacaban de contexto al
lugar. A pesar de todo, las densas nubes maquillaban aquel cosmopolita
enjambre, devolviéndole a aquellas ruinas el aspecto misterioso y
místico que las hizo famosas mundialmente.
Un rayo de sol que logró colarse entre las nubes iluminó mi rostro haciendo que instintivamente cerrase los ojos.
—¿Es su primera vez en esta ciudad? ¿Necesita un guía? —
interrogó un anciano extremadamente bajo y con un marcado acento andino,
a quien al principio confundí con un enano.
Si bien en ese momento pensé que se trataba de uno de los
tantos oportunistas que acosan a los visitantes en todo centro turístico
del mundo, su sonrisa limpia y exenta de malicia hizo que responda al
extraño aunque simpático individuo.
—Salvo que cuenten las visitas virtuales por la web, esta es mi
primera visita y quiero verlo todo, ya que como novelista deseo
absorber como esponja esta maravilla.
Con un poco más de un metro cincuenta y rasgos andinos, el
hombre, ataviado con un poncho multicolor, sandalias y luciendo un
colorido ch'ullu (2) parecía haber sido transportado por algún mágico
sortilegio desde el pasado.
—¿Cronista? ¡Fantástico! Mi nombre es Yupanqui. Si lo desea puedo guiarlo.
—¿Cuántos soles me costará? —pregunté, dirigiendo mi mano al bolsillo donde guardaba la billetera.
El hombre volvió a sonreír y haciendo entender con un gesto de su mano que no deseaba dinero, me indicó que lo siguiera.
Yupanqui, bajaba con gran destreza por las antiguas y estrechas
escaleras de la ciudadela construida por el Inca Pachacútec en el siglo
XV.
—Ey, Yupanqui, no tan rápido... Quiero tomar algunas fotos.
—¿Quiere escribir un manuscrito distinto a los demás? Lo que yo
le mostraré sólo lo han visto un puñado de personas — contestó sin
bajar la marcha.
Luego de cruzar con rapidez el sector que fuera destinado
antaño a la agricultura, formado por las típicas andenerías, llegamos a
la entrada del sector urbano, construido con muros de piedra
perfectamente tallados y yuxtapuestos sin amalgama, en donde destaca el
sistema de canales y fuentes de aguas aun en funcionamiento.
Al traspasar la puerta de entrada a la ciudadela, ubicada sobre
el muro de unos 400 metros junto al cual corre una falla geológica
convenientemente utilizada como foso de drenaje de la ciudad y divisoria
entre el sector agrícola y el urbano, Yupanqui me hizo notar la piedra,
en el pasado móvil, que ubicada en un hueco del muro era parte del
mecanismo de cierre interno.
—Nadie podía entrar o salir de la ciudad sin que le fuera
permitido... Salvo que se transformara en cóndor y volara —dijo el
extraño guía, que prosiguió el camino sólo deteniéndose el tiempo
suficiente para que pueda alcanzarlo y seguir adelante.
Lo desparejo y estrecho de las gradas de las escaleras, 109 en
toda la ciudad, sumado a los 2400 metros sobre el nivel del mar en que
se encuentra la misma, parecían pasar totalmente inadvertidos por
Yupanqui quien sin duda creía correr algún tipo de maratón.
En tiempo récord para un turista, recorrimos el templo del Sol,
la residencia del Inca, la plaza Sagrada, el templo de las Tres
Ventanas, el templo principal, el Intihuatana (3), hasta finalmente
llegar al hito que marca el extremo norte de la ciudad y el punto de
partida del camino a Huayna Picchu llamado por Hiram Bingham (4), la
roca sagrada.
—Yupanqui... detente... ¿Alguien te persigue? —dije jadeante—. Apenas puedo seguirte y no pude sacar, hasta ahora, ninguna foto.
— Disculpa, papá (5), como te dije hace un rato, lo que
acabamos de ver lo ven todos. Déjame mostrarte la ciudad en todo su
esplendor.
Apenas dejando que tome aliento, Yupanqui prosiguió su carrera
por el camino que atraviesa la estrecha lengua de tierra que une las
montañas Machu y Huayna Picchu, hasta llegar a una bifurcación donde se
detuvo como dudando si continuar.
Creyendo que seguiríamos derecho por el empinado camino, me adelanté.
— No subiremos a la cima —dijo tomándome por la chaqueta cazadora que llevaba puesta.
—Creí que es ahí adonde iríamos. ¿Acaso no es desde donde se puede ver la ciudad en todo su esplendor?
— No es de ese esplendor del que te hablo. ¡Sígueme y te sorprenderás!
El camino izquierdo nos condujo a la parte posterior de la
montaña, en donde se encuentran una serie de construcciones subterráneas
levantadas en cuevas, las cuales fueron forradas con bloques de piedra
meticulosamente tallados para encajar con precisión en los contornos
irregulares de los grandes afloramientos rocosos que les sirven de
techo. Entre estas construcciones se destaca el llamado templo de la
Luna en el cual tampoco nos detuvimos.
—Yupanqui, ¿adonde vamos? Este camino parece llevarnos al Urubamba... ¿Estás seguro que podré ver la ciudad?
Sin responder, Yupanqui prosiguió su camino y en un recodo se introdujo en la espesa selva que cubre la montaña.
El calor húmedo del mediodía en esa intrincada selva y el
fatigoso y agitado maratón emprendido desde la mañana hicieron mella en
mi cuerpo, y de pronto, tras tropezar con un tronco, rodé
vertiginosamente cuesta abajo cayendo en el interior de una estrecha
cueva que se abrió con mi peso.
Adolorido, me levanté y grité para ser auxiliado, pero ni
siquiera el eco de mi voz en las húmedas paredes de aquella oscura
caverna me respondió.
Tras varios intentos infructuosos de trepar para alcanzar la
entrada, me senté en una roca y por primera vez escuche el lejano
murmullo del río Urubamba.
Al ver lo imposible de salir por el mismo sitio por donde
entré, gateando y palpando las rocas para guiarme debido a lo estrecho
del pasaje y a la oscuridad circundante, seguí el murmullo del río que
se acrecentaba a medida que avanzaba.
Poco a poco mis ojos se adaptaron a aquella oscuridad y pude
ver un grupo de murciélagos que de seguro, molestos por mi presencia
volaron hacia una grieta por la cual una persona adulta apenas podría
pasar de lado.
—De seguro estos roedores alados saben dónde está la salida —dije, aventurándome por aquel estrecho pasaje.
La fresca y húmeda brisa acarició mi rostro. A lo lejos podían
divisarse los débiles rayos del sol tratando de hacerse camino en
aquella, hasta ese momento, impenetrable oscuridad.
Aquel estrecho pasaje pronto llegó a su fin, dando paso a una
caverna de regular tamaño, fuera de la cual el rugiente Urubamba corría
vertiginoso bajo el sol del atardecer.
Observé a mi alrededor y descubrí un angosto sendero que,
corriendo paralelo al río, luego de unos metros ascendía internándose en
la selva.
Me disponía a seguir aquella ruta, cuando entre las rocas,
desmayada con la cabeza apenas fuera del agua, se encontraba una niña, o
eso creí en aquel momento.
De no más de un metro cuarenta, cabello azabache adornado con
dos trenzas, lucía una túnica larga, ceñida a la cintura por una
colorida faja.
Sin inconveniente la alcé en brazos y la llevé al interior de
la caverna, donde recordando mis años de scout la recosté en el suelo y
abriendo con dificultad su boca procedí a sacar de la garganta la
lengua, liberando así las vías respiratorias, para inmediatamente
inclinar su cabeza hacia arriba.
Manteniendo su nariz tapada, aspiré profundo e insuflé el aire
en su boca reiteradas veces hasta que vomitó parte del agua que había
tragado. Limpié su boca y proseguí la maniobra hasta que noté que
comenzaba a respirar por sí misma.
Colocando mis dedos sobre su cuello, ubiqué la yugular y sentí su débil pulso al tiempo que la muchacha abría los ojos.
Al verme, la joven se levantó abruptamente e intentó huir gritando:
— ¡Wiraqocha (6)! ¡Wiraqocha!
—Cálmate, no te haré nada. Casi mueres ahogada en el río... ¡Yo te salvé! —dije tratando de calmarla.
La muchacha se sentó en el suelo mientras me observaba
asustada, como si fuese un demonio. El más ligero intento de acercarme
la ponía a la defensiva.
—Bueno, niña, si así lo deseas, quédate en esta cueva mientras
voy a buscar a algún guardaparque para que nos ayude —indiqué
dirigiéndome a la salida.
— ¡Wiraqocha! —escuché apenas traspasé la entrada de la cueva y
antes que pueda ver el lugar de procedencia del grito, un fuerte golpe
en la cabeza me dejó inconsciente.
No sé cuánto tiempo estuve desmayado. Al despertar me
encontraba en una estrecha habitación un poco más larga que una cama, de
metro y medio por tres metros y una altura igual al ancho. Las paredes
construidas de piedras con argamasa, estaban cubiertas por un techo de
piedra, al parecer parte de una gruta natural.
Con dificultad y todavía abombado por el golpe, intentaba
incorporarme cuando se abrió la puerta de entrada y detrás de ella, ante
mi asombro, cuatro antiguos guerreros andinos.
Con alturas que oscilaban entre el metro cuarenta y el metro
sesenta, los soldados estaban ataviados con una túnica corta, ceñida por
una faja, sobre la cual llevaban un chaleco protector de algodón
llamado por ellos uacana cushma y sobre ambos una manta. Completaban el
ajuar de aquellos guerreros, un casco de madera, un mazo de mango de
madera y extremo de piedra en forma de estrella y un colorido escudo.
— ¡Lluqsichiy (7)! ¡Lluqsichiy! —ordenó uno de ellos, invitándome a salir de manera poco amable, blandiendo la porra amenazante.
—¿Qué clase de broma es esta? —pregunté, recibiendo por respuesta un golpe de parte de uno de los soldados.
La cárcel, de forma circular y excavada en la roca viva, albergaba otras cinco celdas similares a la que acababa de dejar.
Al salir de aquella caverna-cárcel, el sol brillaba en lo alto.
A empujones fui obligado a ascender por un estrecho camino que pronto
entroncó con el que había descendido el día anterior.
Aturdido y sin comprender qué ocurría llegamos al lugar donde se encuentra la roca sagrada en el Machu Picchu.
Absorto y con la boca abierta comprobé que no había un solo
turista. En su reemplazo se encontraban hombres y mujeres vestidos a la
usanza del Imperio tahuantinsuyo que me observaban tan sorprendidos e
intrigados como yo a ellos.
Las edificaciones lucían el mismo esplendor que cuando fueron
construidas hacía casi quinientos años. Techos de paja, amarrados a
gruesas vigas de queuña (8) con fuertes sogas hechas de pelo de llama,
se levantaban sobre las paredes de piedra enlucidas con fina arcilla y
pintadas de amarillo y rojo.
Luego de que seis soldados se sumaran al grupo que me custodiaba, seguimos camino hasta la plaza sagrada.
Del conjunto de construcciones ubicadas en torno a un patio
cuadrado destacaban dos edificios. El conocido en nuestra época como el
templo de las Tres Ventanas, cuyos muros de grandes bloques poligonales,
fueron ensamblados como un rompecabezas, y el templo principal,
construido con bloques más regulares. Fue a este último edificio adonde
ingresamos.
La habitación, iluminada por antorchas, estaba ricamente
adornada con tapices tejidos con lana de vicuña de finísima textura con
guardas multicolores de animales y vegetales andinos.
Un disco de oro con la imagen de Inti, el dios sol, estaba
ubicado en la pared sobre el altar de piedra enchapado en oro y
embellecido con las imágenes del cóndor, el puma y la serpiente. El
disco, rebosante de todo tipo de ofrendas, dominaba aquel recinto. Junto
a la representación de Inti, ubicados en siete nichos, se encontraban
las estatuas en oro de Cocha, el agua; Pacha, la tierra; Con, el fuego;
Guatan, el aire; Quilla, la luna; Illapa, el rayo y Choquechinchay, el
trueno.
Un fuerte golpe en mi estómago, propinado por uno de los
soldados, hizo que me incline ante el sacerdote que acababa de ingresar y
quien con un ademán hizo que mis captores se retirasen de la
habitación, salvo dos que quedaron de guardia dentro del recinto.
Cuando la puerta se cerró detrás de mí, el sacerdote dijo en español:
—Ha visto papito que le dije la verdad. Lo que ha visto y verá, jamás hombre blanco ha visto.
De inmediato reconocí la voz de Yupanqui, quien vestía una
túnica blanca de algodón, ceñida por una faja multicolor y bordada con
hilos de oro, sobre la cual descansaba una manta de lana de vicuña, y
calzaba la típica sandalia andina de cuero dorado con polvo de oro.
Cubriendo su cabeza, un reluciente casco de oro adornado con la
representación de Inti incrustado en él y dos plumas de cóndor.
—Tienes razón desgraciado... Te voy a... —dije, intentando abalanzarme sobre el sacerdote cuando los dos guardias lo impidieron.
—Cálmate, papito... Y disculpa los inconvenientes sufridos al
momento. Es que si te decía la verdad nunca me hubieses creído —dijo,
indicando a los guardias que me soltasen.
—Y todavía no lo creo. Es más, estoy convencido que he sido
secuestrado y estoy siendo en este momento el hazmerreír de miles de
personas en algún reality show de algún canal de televisión.
— Estás equivocado. Has viajado desde una tierra remota en la
cual infinitas veces Inti ha mostrado su rostro ascendiendo desde el
horizonte y otras tantas se ha ocultado detrás de él.
—Mira, Yupanqui, no soy un niño y los viajes en el tiempo son imposibles.
—Mi verdadero nombre no es Yupanqui sino Huilca-Uma y esto no
es una broma. Has viajado al Imperio del Tahuantinsuyo y nos gobierna
con sabiduría el Inca Titu Cusi Yupanqui (9).
Aunque toda aquella situación parecía una broma muy bien
montada y la información sacada de Wikipedia, la sinceridad del
sacerdote y el entorno que me rodeaba, sumados a las magulladuras en mi
cuerpo por los golpes de los soldados, me convencieron.
—Si esta ciudad es parte del verdadero Imperio del Tahuantinsuyo (10), ¿qué o quién me trajo hasta aquí?
—El gran Wiraqocha te ha enviado para que, como cronista que
eres, escribas la verdad de esta tierra ocupada por los hombres del
Wiraqocha Francisco Álvarez de Toledo (11) venidos en sus naves desde
más allá de la salida del sol.
— Es difícil creer que he viajado a través del tiempo y mucho
menos confiar en aquellos que hasta ahora me han golpeado, encarcelado y
arrastrado hasta sus pies por el único crimen de intentar rescatar a
una niña que casi muere ahogada.
—Comprendo tu desconfianza, pero tú has de conocer bien como ha
sido nuestra relación con los wiraqochas desde el día que emboscaron y
encarcelaron a Atahualpa y luego de recibir el rescate establecido por
su libertad, fue ejecutado. La confianza hacia tu gente se ha visto muy
reducida. En cuanto a la muchacha que salvaste del río, no sé de quién
hablas — respondió, aunque su rostro decía lo contrario—. Los guardias
sólo te encontraron a ti saliendo de la caverna.
—Supongamos que he viajado en el tiempo y utilice mi estadía en
estas tierras para escribir una novela, ¿quiere decir que puedo volver
cuando yo lo determine? ¿O estaré secuestrado hasta que Wiraqocha decida
cuándo debo volver?
El sacerdote sonrió y eludiendo la respuesta, dijo:
— Nadie ha tenido nunca la oportunidad que Wiraqocha te
presenta. Aprovéchala y volverás a tu época cuando sea el momento. Ahora
debes irte. Se te alojará en una de las viviendas de la ciudad hasta
que sea el momento de emprender tu viaje a Hatun Vilcabamba (12). En
ella encontrarás un uncu (13), un par de usuta 14 y algunas yacoya (15)
que he ordenado se te provean. Mañana se enviará un chaskiq (16) a
nuestro Inca, comunicándole de tu presencia; mientras esperas realizarás
las tareas que se te asignarán, con las cuales podrás realizar tus
crónicas.
El sacerdote dio unas indicaciones en quechua al guardia y
este, sin golpearme aunque con recelo, me acompañó a una de las
viviendas de la zona sur de la ciudad, cercana a la entrada de la misma.
La vivienda seguía el clásico estilo arquitectónico del
Tahuantinsuyo: muros de piedra bien pulidos, ligeramente inclinados, con
junturas perfectas entre bloque y bloque y exentos de ventanas salvo
las tapiadas, que de forma trapezoidal servían de alacenas y
guardarropa. El techo con caída a dos aguas, estaba sostenido por
fuertes vigas de quinua sobre las cuales reposaban cañas y sobre ellas
paja. Vigas, cañas y paja, estaban sujetos a salientes de la pared en su
parte superior con sogas hechas de lana de alpaca.
Poco a poco me fui acostumbrando a la poca luz proveniente de
la puerta de entrada y pude notar que sobre el piso de tierra apisonada
se hallaban un par de ollas, una vasija grande de cerámica y una tinaja
con chicha (17), junto a una piedra que hacía de banco. Un poco más allá
se encontraba una estera o especie de alfombra de agave y sobre ella un
cuero de llama.
En una de las ventanas falsas, se encontraban dobladas las mantas y las vestiduras a las que hizo referencia el sacerdote.
Con mis ropas sucias y rotas, decidí reemplazarlas por aquellas
que me habían dejado, aunque no tardé en descubrí que me quedaban
cortas, por lo que opté por conservar mis pantalones y ropa interior.
Cuando el sol estaba en su punto más alto, un soldado me trajo
dentro de un plato de bordes altos un trozo de carne asada de alpaca con
papas cocidas y una mazorca de maíz de enormes y dulces granos.
El día transcurrió sin sobresaltos y a pesar que se me permitía
salir de mi nuevo "hotel de 5 estrellas", las miradas amenazantes de
los guardias eran más que suficiente para que mis paseos por la ciudad
se limiten al área donde residía, observando alguno que otro perro
andino, de color negro y casi totalmente desprovisto de pelaje, las
viviendas de los trabajadores, sus corrales con gallinas, patos y pavos y
de lejos el templo del sol y el Inkahuasi (18).
Llegada la noche, resignado y esperando que toda esta mágica
experiencia fuera producto de algún extraño sueño, me recosté sobre la
estera y me cubrí con las mantas, sobre estas coloqué el cuero de alpaca
ya que la temperatura había bajado considerablemente.
Poco antes de conciliar el sueño vino a mi mente la imagen de
la misteriosa joven a quien salvé la vida. ¿Quién sería? ¿Por qué
Huillca Urna negó su existencia?
El bullicio propio de un pueblo que se dispone a ir a trabajar,
acompañado por ladridos de perros, cacareo de gallinas, el trinar de
aves y el sonido de quenas me despertó.
— ¡Oh no!... Sigo dormido —exclamé para mis adentros al abrir
los ojos y constatar que todo seguía tal cual como cuando me dormí el
día anterior.
Infantilmente, volví a cerrar los ojos y a tapar mi cabeza con
una de las mantas, cuando sentí un leve puntapié en las costillas.
Parado junto a mí se encontraba un soldado, que tras entregarme
una hogaza de pan circular de casi veinticinco centímetros de diámetro y
una bolsita de cuero que contenía hojas de coca (19), me indicó que lo
siga.
El caminar por aquellas estrechas callejuelas cruzándome con
los súbditos del Tahuantinsuyo me hizo recordar a Los viajes de Gulliver
de Jonathan Swift, ya que con mi metro ochenta estaba unos treinta
centímetros por encima de la media de aquellos sorprendidos ciudadanos
quienes cuchicheaban y bromeaban señalando mi atuendo.
Tras cruzar nuevamente toda la ciudadela en dirección norte, nos dirigimos al Huayna Picchu.
NOTAS
1. Quechua: Red de caminos por donde transitaba el Inca conocido vulgarmente como caminos del Inca.
2. También denominado chullu o chullo es el típico gorro andino con orejeras.
3. Quechua: donde se amarra el Sol.
4. (19 de noviembre de 1875-6 de junio de 1956) fue un
explorador y político de los Estados Unidos que dio a conocer al mundo
las ruinas de Machu Picchu.
5. Decir papá o mamá a las personas aunque no sean los hijos es un modismo utilizado normalmente en Perú hoy en día.
6. Dios supremo del panteón tahuantinsuyo. Sin embargo, en este
caso el autor hace referencia al modo en que también llamaron a los
españoles. Cuando los habitantes del Imperio tahuantinsuyo vieron por
primera vez a los hombres de Pizarro, al ver que eran blancos y de
cabellos rubios, pensaron que se trataba del mismísimo Dios.
7. Terminología aplicada para obligar a salir.
8. La queuña, árbol de la familia de los arrayanes, es uno de los árboles más resistentes al frío en el mundo. Algunos de ellos llegan a desarrollan por encima de los 5.200 metros sobre el nivel de mar.
7. Terminología aplicada para obligar a salir.
8. La queuña, árbol de la familia de los arrayanes, es uno de los árboles más resistentes al frío en el mundo. Algunos de ellos llegan a desarrollan por encima de los 5.200 metros sobre el nivel de mar.
9. (1529-1571) Hijo de Manco Inca Yupanqui, se convirtió en el
penúltimo Inca gobernante de Vilcabamba. Coronado en 1563, gobernó hasta
su muerte. “Quechua: Tawantin suyu, «las cuatro regiones o divisiones».
Se llamo así al imperio, gobernado por el inca desde Cusco, que estuvo
subdividido en cuatro suyos: el Chinchaysuyo (Chinchay Suyu) al norte,
el Collasuyo (Quila Suyu) al sur, el Antisuyo (Anti Suyu) al este y
Contisuyo (Kunti Suyu) al oeste.
11. (1515-1582) Fue un aristócrata y militar de la Corona de Castilla y quinto
Virrey del Perú.
12. Última capital del Imperio Tahuantinsuyo. Si bien algunos
historiadores creen que los restos de esta ciudad son las ruinas
conocidas con el nombre de Espíritu Pampa, el profesor de la Universidad
Complutense de Madrid, Dr. Santiago del Valle Chousa, cree haberla
descubierto recientemente en la zona del nevado Choquezafra, entre los
valles de Lugar grande y Choquezafra y las montañas circundantes. Esta
ubicación es la que se tomará en esta novela.
13. Quechua: Túnica corta similar a una camiseta larga.
14. Quechua: Sandalia
15. Quechua: Manta.
16. Quechua: También conocido como chasqui significa el que recibe y entrega (mensajero).
17. Bebida alcohólica que resulta de la fermentación del maíz en agua azucarada.
17. Bebida alcohólica que resulta de la fermentación del maíz en agua azucarada.
“Quechua: Inka = Inca, Wasi = casa, "casa del Inca"
19. La hoja de coca, procedente de un arbusto andino del mismo
nombre, es utilizado desde tiempos inmemoriales como analgésico y
energizante. Es gracias a estas hojas, de forma de elipse y del tamaño
del dedo pulgar, que las personas que provienen del llano pueden
sobrellevar los males provocados por las alturas. En la actualidad
mediante un proceso químico se obtiene la droga llamada cocaína.
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