Miré instintivamente mi
reloj. Eran las siete horas de una fría tarde de invierno y revisaba
por enésima vez un artículo periodístico que debía presentar para
el suplemento dominical.
Eché un vistazo a través
de las empañadas ventanas de la oficina del periódico donde
trabajaba desde más de veinte años y contemplé, por un instante,
como las últimas luces del día comenzaban a ser reemplazadas por
las de neón de los carteles y escaparates de la ciudad, mientras una
hormigueante multitud de personas, regresaba a sus hogares después
de una agotadora jornada laboral agolpándose en las paradas de
autobús o en las escaleras que, ubicadas en la esquina, descendían
a la estación del tren subterráneo.
El caos se apoderó
momentáneamente de la ciudad. Bocinazos, gritos, insultos, transito
congestionado, intolerancia, era la resultante del ánimo de aquella
bulliciosa masa humana que en minutos más abandonaría a la ciudad
para regresar, en su mayoría el próximo lunes.
Media hora después,
envié el artículo por correo electrónico al diagramador que
ansioso aguardaba para cerrar la edición, me puse mi sobretodo,
bufanda, y guantes y descendí con el ascensor los siete pisos que me
separaban de la planta baja.
El bullicioso caos de
minutos atrás había desaparecido. Las luces de neón iluminaban las
calles semidesiertas sólo habitadas por sombras de los invisibles
nocturnos, indigentes y recicladores de basura, que poco a poco
ganaban las calles con sus carros y voluminosos bagajes. Parias de la
sociedad con vidas e historias que a nadie importaban.
Cómo de costumbre me
dirigí al negocio de enfrente, intercambie saludos con el vendedor,
compre un café y un sándwich de jamón y queso, y me despedí, para
finalmente caminar los cincuenta metros que me separaban de la
entrada al subterráneo.
Bajé las escaleras y
luego de pasar por los molinetes me senté en una de las bancas a
esperar la llegada del tren mientras leía las viejas noticias del
diario de la mañana y bebía mi café.
El característico aroma
de metal, grasa y combustible junto a una triste melodía ejecutada
por un indigente, mediante una armónica, invadían el silencioso
andén.
Aunque al principio no lo
noté debido a que estaba concentrado en mi lectura, la música dejó
de sonar.
-Disculpe, ¿no
tendría algo para comer que le sobre?-dijo el vagabundo mirando el
sándwich que todavía no había tocado y que se hallaba junto al
vaso térmico de café, sobre la banca.
Baje
el periódico y ante mí, vestido con un andrajoso sobretodo, barba y
cabellos enmarañados y sucios, se hallaba un vagabundo con una de
sus manos dentro del bolsillo de su abrigo.
Mis
pulsaciones se aceleraron debido al prejuicioso y a veces infundado
temor que todos tenemos ante este tipo de individuos y más aún
cuando el sujeto sacó del bolsillo la armónica y se puso a tocar un
Blues.
El
mendigo, de edad indefinida y cuyo rostro me parecía conocido,
tocaba de forma impecable. Fue cuando me fijé en sus manos las
cuales aunque un poco temblorosas y surcadas por profundas arrugas y
callosidades, denotaban haber vivido tiempos mejores.
-Tome este sándwich,
buen hombre. Creo que calmará su hambre- dije cuando el hombre dejó
de ejecutar el instrumento musical.
- Gracias, y disculpe
la molestia pero es que debo llenar mi estomago, hoy es viernes y
los fines de semana es más difícil encontrar algo con qué
hacerlo- dijo el mendigo sonriendo mientras dejaba al descubierto
sus tres únicos dientes.
- Sabe que… tome
también el café, lo calentará un poco.
Los
ojos del mendigo brillaron. Tomó con sus dos manos el vaso y bebió
un largo trago.
- Gracias nuevamente…
¿Quiere que le toque otra música? Elija el tema…en estos años
aprendí muchas canciones para sobrevivir: Blues, Jazz,
moderno…-insistió el indigente.
- Me gustaría, pero
primero beba su café. Está helando y se enfriará pronto.
- Yo no siempre viví
así, si esto se puede llamar vivir… Pero es el precio que debo
pagar por mis errores- dijo después de beber, sonoramente, otro
sorbo luego de sentarse en la banca a mi lado.
- Hace quince años,
tenia una bella esposa, un automóvil del año… ¡y de los caros!…
- dijo sacando de uno de sus bolsillos un deteriorado recorte
periodístico en donde se veía a un exitoso hombre de negocios
recibiendo el premio del Empresario del año.
- Recuerdo esta foto,
fue de las primeras que saque para el periódico donde trabajo antes
de ser columnista. Era un empresario que luego de verse involucrado
en un escándalo industrial nadie supo más nada de él- dije sin
comprender que relación tenía aquel recorte con mi interlocutor.
El
indigente al ver que no lo podía reconocer en aquella fotografía,
con pesar prosiguió:
- El exitoso
empresario de la foto era yo. Se que se le hace difícil
reconocerme… Hasta a mí me ocurre. Lo tenía todo…y del día a
la noche todo lo que había construido con tanto esfuerzo se
derrumbó como castillo de naipes.
- Todo comenzó el día
después que se sacara la foto- prosiguió el hombre- Me dirigía a
mi oficina como todas las mañanas cuando vi a Rebeca, la mujer mas
bella que había visto en mi vida. Voluptuosa y curvilínea como la
que más, de cabellos rojos como el fuego, caminaba por la vereda de
enfrente a donde me encontraba meneando su felino cuerpo.
De
pronto, al llegar a la esquina, un ratero le arrancó de su mano la
cartera y huyo.
Sin
dudar, corrí esquivando a los numerosos transmutes que a esa hora se
hallaban en el lugar y antes que el mal viviente pudiera darse cuenta
le estaba propinando un puñetazo y recuperando la cartera robada.
Sin
esperar nada a cambio, luego de entregar al malhechor a un policía,
devolví el bien robado a la mujer.
Sorprendida,
de inmediato me reconoció y me invitó a tomar un café.
Mientras
conversábamos animadamente me confidenció, como al descuido, que
estaba desocupada y que esa mañana ya había tenido dos entrevistas
laborales fallidas.
De
más esta decir que esa misma mañana Rebeca estaba instalada en mi
despacho como mi nueva secretaria ejecutiva.
No
se si fue su especial deferencia hacia mi persona, su simpatía, la
eficiencia en su trabajo, su sensualidad o todo aquello junto que no
pasó más de una semana antes que cayera en sus brazos…y en su
cama.
- ¡Y quién no caería
en los brazos de tal espécimen! Pero disculpe… no veo que tiene
que ver su secretaria con que hoy este mendigando en las
estaciones-dije intrigado.
- Como muchos, pensaba
igual que usted. De hecho, la relación no iría más lejos que
“darnos el gusto” de tanto en tanto, me decía a mi mismo.
Un
par de meses, como si fuera una deliciosa droga que quemaba las
entrañas, el “de tanto en tanto” se convirtió en todos los
días. ¡Es que era única!
Sagaz,
meticulosa y altamente profesional durante el día y un portentoso
volcán en erupción por las noches. No tardó en convertirse en mi
magma, el centro ardiente de mi existencia. Dependía absolutamente
de ella en todo.
Pero
como dice el dicho “cría cuervos que te sacarán los ojos”.
El
saberse imprescindible y tener el poder y la información para serlo,
hizo que se vuelva arrogante, déspota y discriminadora con el resto
del personal, e incluso llegó a manipularme consiguiendo que cometa
varias injusticias con mis dependientes, que hasta ese momento
confiaba plenamente en mí.
Una
tarde, finalmente, debido a un incidente entre mi secretaria y otra
funcionaria, entre gritos, salió a la luz lo que hacia tiempo se
murmuraba por los pasillos de Laboratorios Capital: Rebeca es la
amante del Ingeniero Ortellado.
Al
enterarse mi esposa del affaire, no tuve más remedio que despedir a
la mujer quien juró vengarse. Y así lo hizo. Ni bien salió con sus
cosas del edificio fue a la competencia y, a cambio de un puesto
encumbrado, reveló información que hizo perder a “Laboratorios
Ciudad” el liderazgo que había ostentado durante los últimos
treinta años en el mercado de los cosméticos. De este modo, seis
meses después, al descubrirse la fuente de la filtración de
información fui despedido. Y como “pueblo chico infierno grande”
ningún laboratorio ni empresa del país quiso contratarme al
conocerse el escándalo. Un año después mi esposa pedía el
divorcio… Y aquí me tiene…tocando la armónica por un sándwich
de jamón y queso y un café- culminó el relato el hombre mientras
se chupaba los sucios dedos.
La
bocina de un cercano tren retumbó en el andén y seguidamente una
brillante luz iluminó el oscuro túnel del subterráneo. Pronto el
convoy paró en la plataforma y abrió sus puertas.
- Bueno Don Pedro debo
despedirme-dije llamando al mendigo por su nombre.
- Puede que alguna ves
haya sido el Ingeniero Pedro Ortellado- dijo tristemente-, hoy sólo
soy un fantasma sin nombre, un ser invisible que deambula por las noches ante la
indiferencia de la ciudad…
- Me
alegró conversar con usted, y antes que se vaya quiero compartir
algo que aprendí durante estos últimos años y que le puede ser de
utilidad: Nunca olvide que el ser humano al igual que un edificio
tiene ocultos, bajo su fachada y construcción, cimientos y pilares
que lo sostienen como persona- dijo mientras me acompañaba hasta la
puerta del tren.
El
cimiento, son las tradiciones, costumbres, consejos, enseñanzas y
vivencias que sus padres y familia formaron durante su infancia. De
este cimiento parten siete columnas que son: El valor, coraje, fe,
alegría, entusiasmo, honestidad y en ultimo lugar aunque no menos
importante que los otros seis, el amor.
Cada
uno de estos pilares debe estar bien equilibrado para que la
persona también lo esté.
Sin
tradiciones o renegando de lo que uno es, se pierde la sustentación
ya que como aquel edificio sin cimientos o árbol sin raíces, al no
tener como anclarse al suelo, el menor temblor lo desplomará.
Lo
mismo ocurre con los pilares, todos deben estar en equilibrio, ya que
la fortaleza de uno se transforma en la debilidad de los demás.
Yo
tenía valor y coraje, que no dudé en mostrar al correr tras el
ladrón de la cartera de Rebeca; tenía fe, alegría y entusiasmo
gracias a los cuales llegué a ganarme la admiración de mis
subalternos y llegar a ser el empresario del año. Sin embargo, al
engañar a mi esposa, dejé de lado la honestidad lo que me hizo
perder la visión del verdadero significado del amor el cual cambié
por una simple relación carnal con mi secretaria.
Fue
este motivo o “pecadillo” el que hizo perder la sustentación de
una de las columnas de mi ser. Mi vida se resquebrajó y quedé
expuesto a la manipulación y posterior traición de Rebeca que
finalmente desembocó en el total derrumbe y perdida de mí
reputación, de líder y esposo, que tanto me había
costado alcanzar.
Hágame
caso, cuide los cimientos y columnas de su vida.
Las puertas se cerraron,
me senté en una de los asientos del vagón y casi de inmediato el
tren se puso en movimiento.
Me ha parecido magnífico tu cuento, Alejandro. Especialmente por dos cosas.
ResponderBorrarLa primera, es que la descripción de ese viernes que se apaga sobre la ciudad, me ha parecido espléndida, no solo se puede leer sino incluso ver entre esas luces de neón que se encienden y apagan. Tu descripción es un fotograma nítido y lírico de lo que pretenden transmitir. Conseguido y con creces.
Y, en segundo lugar, la idea que dejas flotando en esa estación sobre la vida y el hombre, también es magnífica. A pesar de los reveses de la vida, a pesar de que los muros y fachadas del hombre estén desconchadas, siempre hay unos pilares y unos cimientos que sustentan esa construcción, y si se mantienen firmes y fieles a su arquitectura, el edificio siempre se mantendrá en pie y con el tiempo mejorará.
Encantada de leerte porque ha sido un verdadero placer el hacerlo.
Te felicito por este exquisito cuento.
Un fuerte abrazo.
Te agradezco tus palabras y quiero agregar que: A pesar de los reveces y de la gran caída aquel hombre trata de redimirse y "reconstruirse", señalando con su experiencia el camino que no se debe seguir.
BorrarPara el periodista del cuento estas palabras permanecerán, inclusive después de haberse despedido y haber ingresado al oscuro túnel, transformadas en los acordes de aquel triste blues.
Un ciberabrazo.
Es un cuento estupendo, me gusta el realismo de tus descripciones y la moraleja final
ResponderBorrarEstupendo
Un saludo
Muchas Gracias Ciberamiga, son situaciones ficticias que pueden darse en cualquier lugar,momento o época.
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