Era una mañana como cualquier otra de aquel momento histórico denominado por todos como la pandemia, de la cual, casi nadie recordaba su inicio. Lo frio y gris
de aquel día era, si se quiere, sólo un complemento anecdótico. Las personas,
indiferentes y más frías que el hielo, ocultas como Ninjas detrás de sus cubre
boca, caminaban por las veredas o esperaban al transporte público, como
impersonales autómatas rodeados de una especie de campo magnético que los
mantenía sanitariamente distanciados. En
las calles, el caótico transito era el vivo reflejo de la intolerancia, egoísmo
y rabia contenida en aquella sociedad alimentada por noticias, verdaderas o
falsas, provenientes de medios tendenciosos, redes sociales y su propia inconformidad.
Como si fuera un fideo más de este toxico caldo, Andrés, caminaba con paso
rápido por las desparejas veredas, corroídas por la desidia ciudadana y la
inacción municipal, en dirección al vetusto hospital donde debía ver a un
cliente que se negó a cerrar trato en forma virtual como lo hacían todos desde
el inicio de la pandemia. Atravesó la avenida y se disponía a cruzar la plaza
que lo separaba de su destino cuando, se detuvo sorprendido. Bajo la sombra de
un añoso Tajy, se encontraba un coqueto kiosco de venta de flores. Los
recuerdos, de una lejana y distinta época, volvieron a su memoria haciendo
cambiar su destino. Había caminado unos
pasos cuando sobre un pequeño banco de madera vio sentada a una joven florista
que le recordó a Violeta, La antigua propietaria del lugar, abandonado hacía
décadas, con quien, hace una eternidad, había entablado una fuerte amistad.
La joven, de largos cabellos, que lucía una boina francesa roja, acorde a
su informal vestimenta parisina, se hallaba de espaldas a Andrés cortando mecánicamente
los tallos de unas rosas rojas con las que armaba un bello ramo. Al oír pasos,
volteo en dirección a este y lo saludo:
—Buenos días señor ¿Puedo ayudarlo?... ¿Señor? ̶ volvió a preguntar, con insistencia, al
ver que su interlocutor sólo observaba sin decir palabra.
̶ Discúlpeme señorita, no me haga caso, es
que…, bueno, no importa… Es que me sorprendió su habilidad al armar ese bouquet
de rosas. Debe tener muchas ventas.
̶ Es solo práctica,
en cuanto a la rentabilidad del negocio debería preguntarle a la dueña, porque si
me pregunta a mí… Salvo para el 14 de febrero y otras fechas en donde se estila
comprar flores, las ventas apenas cubren los costos ̶ respondió, encogiéndose de hombros y meneando
la cabeza, detrás de su cubre bocas rojo adornado con gatitos negros.
̶ ¡Una pena que
así sea! Este lugar vio tiempos mejores. Tal vez, la pandemia se llevó mucho
más que seres queridos. La humanidad está en vías de extinción, del mismo modo
que los dinosaurios, días después de la caída del meteorito que los hizo
desaparecer.
̶ ¿No cree que
exagera al compararnos con los dinosaurios? —preguntó con
sorna— El virus causó estragos en la población mundial, es cierto, pero no la
ha extinguido. De hecho, ha vuelto a crecer con similar ritmo al de antes de la
pandemia.
̶ Tal vez la
población mundial se haya recuperado, pero la humanidad es la que está en vías
de extinción. El Sars Cov 2, no solo mato personas, sino que a los
sobrevivientes nos distanció, ocultó nuestras sonrisas con un cubre boca y, lo
más grave, nos privó de dos elementos fundamentales que nos hacían humanos: El
beso y el abrazo, con los cuales llevábamos la vida a nuestros sentidos, la
confianza a nuestros sentimientos, la comunicación sin necesidad de decir una
palabra, y no dejar de mencionar todos los mensajes corporales cifrados y
transmitidos por un simple rosar de labios.
̶Sí, como también
la transmisión de enfermedades —dijo con visible repugnancia—. Esas
antihigiénicas prácticas son precisamente las causantes de aquellos decesos, y
de tantos otros, durante toda la historia de la humanidad. Aunque algunas
personas, como usted, añoren el tortoleo, como decía mi abuela, el
distanciamiento personal, la higiene de manos y demás prácticas, son el mejor
legado que nos dejó esta pandemia. Y disculpe mi insistencia… ¿Va a comprar
algún bouquet? Porque, si sólo vino a hablar, puede volver en una hora que es
cuando regresa la dueña. Estoy seguro que se entenderán.
Andrés, esbozó
una sonrisa debajo de su cubre boca y deseándole un buen día a la joven, volvió
con tristeza a ingresar en el caldo toxico al que llamaban la nueva normalidad.
Ya de regreso, y
tras haber logrado el objetivo que lo sacó de la comodidad de su departamento,
sin darse cuenta, enfilo hacia el kiosco de venta de flores. Ya no estaba la
joven. En su lugar, sentada el banco de madera, de espaldas a él, se hallaba
una mujer de unos 50 años preparando un diminuto ramo de violetas.
—Buenos días
señora… ¿Fría y bella mañana no? —dijo, con el corazón palpitante, iniciando la
conversación.
La mujer volteo,
y miró a Andrés, gratamente sorprendida.
—Hace muchos
años, un joven muy parecido a usted se detuvo a comprar un ramo de flores y le
vendí uno de violetas como este…—dijo, mientras sus ojos se iluminaron y su
sonrisa, como un sol, parecía traspasar el cubre boca que la ocultaba.
—Mire, que coincidencia…
Hace mucho tiempo una joven florista además de venderme un pequeño ramo, como
el que usted sostiene, me enseñó que lo que creemos son casualidades no son más
que faros que pone el destino para que no nos desviemos del camino que tenemos
marcado, y aunque insistimos en no verlos, estos se presentan ante nosotros con
una luz cada vez más brillante.
La mujer se
levantó, y desobedeciendo lo que durante los últimos años le habían inculcado, rompió el distanciamiento y se acercó a Andrés, colocó el ramillete en el
ojal del saco, y con embarazosa timidez lo abrazó. Mientras, el cómplice Tajy, el mismo que vio nacer y crecer su amistad, los ocultaba detrás de su enorme y añoso tronco, ellos, se sacaron el cubre boca y se dieron un inocente, aunque cálido, beso con el que se transmitieron un mensaje indescifrable para el resto del mundo…
Tal vez, el meteorito coronado, no cumplió totalmente
con su objetivo de destrucción y esta vez estos y otros rebeldes dinosaurios sobrevivan
a la hecatombe.
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