El día había comenzado en árida sabana. El sol extendía sus
rayos sobre la rala vegetación mientras la hiena, bajo la sombra del viejo
sicomoro, reía revolcándose en grotesco baile sobre los restos todavía tibios
del viejo león.
A la mayoría de los habitantes no les importó el retumbar en
sus tímpanos de las risas espasmódicas de aquel grotesco ser y la de sus
compañeros de manada, quienes habían logrado vencer al antiguo dueño del lugar.
Muchos habían deseado el cambio y ya nadie, absolutamente nadie, dudaba que con seguridad todo cambiaría desde ese momento.
Al mediodía, la hiena seguía revolcándose y riendo bajo la
sombra del sicomoro, mientras los calcinantes brazos de febo invitaban a
acercarse a las frescas aguas del casi seco abrevadero. Muchos de los
habitantes de la sabana lo intentaron, pero ya no era del todo posible pues la
manada de hienas se hallaba en ellas desafiando a aquellos que osaran
acercarse.
Aunque este hecho sorprendió al principio, no importó
porque, finalmente, la mayoría compartiría el vital líquido exceptuando
aquellos que se aventuraron a partir de su ancestral lugar, emigrando a lejanos
lugares, y a los pocos que por su edad o fuerza morían en el intento. Un
sacrificio por el bien de todos dijeron algunas hienas rayadas, recién llegadas
e invitadas por sus pares, entre bocados y risas.
Por la tarde la hiena seguía riendo bajo el sicomoro,
mientras los cadáveres se apilaban y la felicidad de los buitres, que hacia
tiempo habían perdido la esperanza de un festín como aquel, contrastaba con la
añoranza de aquellos que, empeñándose a no dejar su antiguo territorio,
recordaban los tiempos idos.
La noche llegó así como un numeroso grupo de hienas pardas,
que habían dormido en sus cuevas durante el día, y con ellas, la grotesca
muerte de los desprevenidos.
El sempiterno astro rey surgió en la lejanía e ilumino con
sus primeros rayos la roja sabana y a las obesas hienas que peleaban entre
ellas por restos de carroña.
La hiena reía y se revolcaba en grotesco baile bajo el
sicomoro, cuando se escucho el potente rugido de un joven león cuya presencia
no se hizo esperar.
De gran porte y negra melena el gran felino se abalanzó
sobre la desafiante hiena mientras sus compañeras huían despavoridas…
El silencio se apoderó de la sabana, al tiempo que tres
buitres arrancaban con sus picos jirones de cuero, carne y entrañas de la
hiena.
Ya nadie escuchará en aquella sabana la histérica risa,
mientras el verdadero rey de la selva duerma bajo la sombra del viejo sicomoro.
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