A Margarita B. Arias, con eterna gratitud
Imagen de la web |
Sin saber por qué, me orillé, detuve el motor, y me quedé
mirando sin observar a ningún lugar en particular. Esperando que el día
despierte.
Desde niño, y en especial durante mi adolescencia, me
fascinaron los días de lluvia, al igual que las noches, para escribir. Creyendo,
tal vez, que las musas o los duendes de la escritura bajaban del cielo en las
gotas para contarme al oído aventuras de viajes realizados a lo largo del
mundo, mientras la “nave” que los trajo a mí, solamente era una pequeña nube de
vapor.
—¿Está libre? —preguntó una mujer, que de la nada apareció
junto a la puerta del vehículo.
Destrabé el cerrojo y abrí la puerta trasera dejando que la
mujer subiera.
Baja de estatura pero con una marcada elegancia, la mujer,
quien desde el primer momento me pareció familiar, se sentó y mientras se
quitaba el pañuelo que llevaba atado a la cabeza me indico la dirección a la
que deseaba ir.
—Parece que está parando de llover —indiqué como forma de
iniciar una conversación mientras la observaba por el espejo retrovisor.
—Así es. Una pena…
—¿Una pena? ¿Le gusta la lluvia?
—Tardé mucho tiempo en apreciarla. En entender que aquellos
retrasos en mi itinerario por su causa eran una bendición. Un momento para
reflexionar. Un momento para compartir, un momento para enseñar y trasmitir.
—Habla como filosofa. ¿Acaso es profesora de filosofía?
—pregunté teniendo en cuenta que la dirección a la que nos dirigíamos
correspondía a una antigua escuela de altos estudios.
—No. Era profesora de historia, pero hace unos años que ya
no ejerzo.
—Entiendo, se jubiló.
—Algo así.
—¿Lo extraña? ¿Extraña enseñar?
La mujer sonrió y luego de un momento respondió.
—Extraño a esos ruidosos adolescentes que con sus preguntas
capciosas me sacaban de mis casillas obligándome a estar bien preparada e
informada. Recuerdo en especial a un estudiante de cabello castaño claro, alto
y delgado, quien con otros dos compañeros iban a la biblioteca de la alameda
especialmente para buscar información que pudiera contrariar a la próxima clase
que yo debía dar.
—¿Quién le dijo?... ¿Cómo se enteró? —dije tartamudeando,
como si el tiempo hubiera retrocedido y esperara una fuerte reprimenda de mi
profesora.
—Es que íbamos a la misma biblioteca, pero como yo me encontraba
en la sala de lectura para fumadores nunca supiste que era yo quien los espiaba
a ustedes y sus travesuras. De hecho sin darse cuenta aprendieron y mucho.
—¡Profesora Margarita!... ¡Qué sorpresa verla! —dije
efusivamente.
Al mirarla detenidamente, no había duda. Aquella mujer, para
quien el tiempo poco había pasado, era sin lugar a duda mi querida profesora de
historia del segundo y tercer año de secundaria.
—La sorpresa es mía al verte detrás del volante de un taxi
—dijo con mirada recriminadora—. Recuerdo que deseabas ser arqueólogo. No es
por menospreciar el trabajo que realizas pero siempre pensé que te convertirías
en un historiador o un escritor. Recuerdo que una vez hablamos sobre el tema.
—Puede decirse que esa época donde creía que debía huir del
bullicio del día a día y viajar a un mundo de aventuras y sueños, para volver
con estos, crear y volcar el resultado en las hojas de papel para que lectores
de todo el mundo los tomen como suyos y puedan seguir construyendo “sus
sueños”, ya se acabo. El tener que llegar a fin de mes y enfrentarse finalmente
a la cruda realidad de que uno tiene que vivir para trabajar, y no a la inversa
como debiera ser, dieron por tierra con todos mis sueños…
—¡Fernández! —dijo imperativamente la profesora marcándose
en su frente la línea en “V” que denotaba su grado de furia y que bien
conocía—. ¿Quieres ser como don Quijote, quién murió al dejar de soñar? Es
cierto que no podemos vivir eternamente en la irrealidad, como el personaje de
Cervantes, pero tampoco podemos prescindir de nuestros sueños, a los cuales el
mundo debe el avance tecnológico que hoy tenemos. Solamente se debe tener un
cable a tierra con el cual comparar la fría y mundana realidad con nuestro mundo
soñado. No debemos bajarnos o soltar a nuestros sueños, debemos aferrarnos a
ellos aunque todo conspire contra nosotros, ya que no sabemos adónde estos nos
puedan llevar.
—Pero profe… Es difícil vivir de la escritura salvo que uno
tenga la suerte de escribir un best seller.
—¿Profe? ¿Acaso estamos en la escuela para que me llames
así? Pero… ya que lo decís, quiero que me escuches atentamente: Sin sueños no
somos más que un pedazo de carne ciega que vaga sin rumbo durante toda la vida.
—Sé que tenés razón, Margarita, pero es muy difícil cumplir
lo que decís.
—Escuchá bien Eduardo. Hace muchos años una profesora me
entregó un papel con dos frases que me acompañaron desde ese momento. La
primera, de autor anónimo dice “Con esfuerzo y esperanza todo se alcanza”, y la
otra del romano Tito Livio, que dice “Cualquier esfuerzo resulta ligero con el
hábito”. Puede que al principio sea difícil y debas compartir tu pasión y
sueños con tu actual fuente de ingresos. Sin embargo, gracias a tu trabajo,
dedicación y fe en ti mismo, llegará el día en el que los sueños dejen de serlo…
nunca dudes de ello. Sé que así será.
—Sin darnos cuenta ya llegamos —dije señalando el gran
portal de la universidad a la que nos dirigíamos—. Como siempre, disfruté mucho
nuestra conversación. Me alegró mucho volver a encontrarte. ¡Ojalá se repita!
—Por ahora no lo creo… debo partir.
—De seguro, aprovecharás que estás jubilada y viajarás a
Egipto como siempre lo deseaste. Pero a tu vuelta… tal vez…
Margarita no dijo nada, simplemente sonrió y comenzó a
buscar en su bolso.
—Ni se te ocurra pagarme —dije firmemente—. El estar estos
minutos conversando es la mejor paga que he recibido en mucho tiempo. Además
nunca tuve la oportunidad de agradecerte todas tus enseñanzas, esfuerzo,
dedicación, aliento, en fin, todo lo que hiciste por mí en los años que fuiste
mi profesora. Porque aunque no quieras que te llame así tu siempre serás mi
profesora ¡y con mayúsculas!
—Gracias. Gracias por acordarte de mí.
—Nunca podré olvidarte. Mi gratitud será por siempre.
Margarita descendió del taxi y se alejó.
Había dejado de llover y los alumnos de la universidad
comenzaban a llegar aunque todavía el día no quería despertar.
Bajé la bandera del taxímetro cuando una joven hizo la
parada.
Luego de unos minutos la mujer dijo:
—Disculpe, alguien olvidó su billetera.
—Gracias, señorita, debe ser de mi profesora de historia que
se acaba de bajar. En cuanto pueda se la devolveré. De seguro en la universidad
sabrán su dirección —dije, luego de verificar que dentro se encontraban su
cédula de identidad y unos pocos billetes.
Había pasado el mediodía y el sol ya se abría paso entre las
nubes cuando regresé a la universidad y luego de estacionar me dirigí al
portero.
—Buen día señor. Hoy traje de pasajera a una profesora
jubilada que se olvidó en mi taxi su billetera. ¿Podría darme su dirección?
—¡Por supuesto!¿Cómo no voy a darle lo que pide? Es raro ver
que alguien devuelva algo en estos días… la mayoría se la hubiera guardado
¿Cómo se llama la señora?
—Margarita… Margarita Arias.
—¿Está seguro que es de ella? Hace tiempo que no da más
clases en la institución.
—Este es su documento, además, la conozco. Fue mi
profesora—dije orgulloso.
—Si usted dice, voy a ver si su dirección todavía está en el
archivo. Aguárdeme.
Quince minutos después, el portero, regresó con una
dirección escrita en una hoja de papel.
—Esta es su última dirección… ¿Está seguro que era
Margarita?... Tal vez era su hija… Bueno, no me haga caso y dele mis saludos.
Leí lo escrito y de inmediato reconocí la dirección donde al
parecer siempre vivió la docente.
Sin demora, encendí el taxi y luego de dos horas llegué al
lugar.
La tarde comenzaba a caer y los álamos que se encontraban
sobre la vereda, a lo largo de la empedrada calle, alargaban sus sombras como
queriendo recibirme con un abrazo. Más allá, la vieja casona, bastante
deteriorada y mucho más pequeña de lo que recordaba, todavía lucía la pintura
rosa deslavada por el tiempo.
Al tiempo que un ruidoso tren pasaba a mis espaldas, abrí el
viejo portón que daba paso al enmarañado terreno, donde otrora se encontraba el
frondoso jardín, y me dirigí a la puerta de entrada.
—Disculpe —dijo una mujer de unos cuarenta años desde la
vivienda contigua—. ¡La casa no se vende!
—No deseo comprarla, sólo deseo devolverle algo a la dueña…
La profe Margarita… que esta mañana...
La joven interrumpió mis palabras, molesta:
—No tengo tiempo para bromas. Y si de verdad la busca, no es
este el lugar donde encontrará a mi madre.
—¿Usted es su hija? —dije acercándome al cerco que dividía a
las dos casas—. Soy Eduardo Fernández, fui alumno de su mamá hace varios años,
inclusive me acuerdo de usted y de su hermano una vez que vine con dos
compañeras. Hoy a la mañana subió a mi taxi y se olvidó su billetera y
solamente quiero devolvérsela. ¿Se la puede entregar?
La joven tomó con desconfianza la billetera de mis manos y
al abrirla palideció visiblemente.
—¿Esto es una broma? ¿Cómo consiguió esta billetera?
—preguntó visiblemente alterada.
—Ya le dije. Ella la olvidó en mi taxi.
—Eso es imposible… Ella murió hace treinta años.
Está de más decir que quedé petrificado en pie por unos
largos segundos. Mecánicamente, me despedí entregándole una tarjeta del radio
taxi, subí a mi vehículo y partí a toda velocidad. No sé cómo, dos horas
después llegué a mi hogar, me metí a la cama y dormí.
Desperté al día siguiente con el ruido de las fuertes gotas
golpeando las tejas del techo de la habitación. Me vestí y en vez de dirigirme
al taxi, encendí la vieja computadora y comencé a escribir.
Una vez leí que nuestros sueños no son sólo tales, sino,
etéreos hilos de luz que nos guían hacia el camino por donde debemos transitar.
Si esto es cierto, y lo vivido fue sólo un sueño, mi profe…
Margarita, encontró la manera de ser uno de estos hilos… y por siempre le
estaré agradecido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario