De todos aquellos veinte y dos pedacitos, por mucho tiempo, me llamó la atención uno que pintado con lápiz azul, tenia una forma que semejaba a uno de esos recipientes que los químicos locos utilizaban en los dibujitos animados. Ese cartoncito azul representaba a la Provincia del Chaco y, como dije anteriormente, llevaba garabateado en letra imprenta el nombre de su capital. Resistencias.
Varios años después, ya en segundo año de la secundaria, la profesora Elisa Nidelberguen de Bossi, que debido su rectitud y firmeza se le había dado el mote de “Gorgona” pues cuando nos miraba quedábamos duros como piedras, nos enseño sobre la orografía, hidrografía, subsuelo, flora y fauna de aquella pequeña provincia del nordeste argentino.
Por fin, el lunes veinte y dos de febrero de dos mil diez, pisé por primera vez el suelo chaqueño. La tierra del famoso impenetrable, del quebracho y del algodón.
Ese día, las palabras “Provincia del Chaco” dejaron de ser para mi un cartoncito azul o decenas de paginas de libros leídos y de cuadernos escritos, para pasar a ser parte de mis recuerdos.
Los conocimientos aprehendidos, hace tiempo, y guardados en un lejano rincón de mi cerebro volvieron a aflorar para ahora tomar imagen viva.
Resistencias no era ya una palabra formada por una docena de letras infantiles junto a un punto negro en un cartoncito azul, no era solamente una ciudad del nordeste de Argentina, capital de la provincia del Chaco, situada a orillas del río Negro, un afluente del río Paraná; o una importante ciudad comercial y de servicios que actúa complementada con la ciudad vecina de Corrientes.
Desde ese lunes, aquellos fríos datos tienen rostro de gente que se levantan muy temprano para trabajar pero que a la una de la tarde dejan de hacerlo para retomar las actividades a las cuatro. Una ciudad con trazado cuadrangular repleta antiguos edificios, como su sencilla pero gallarda catedral, y de centenares de esculturas que salpican el paisaje urbano dándole el bien merecido nombre de “ciudad de las estatuas”.
Una metrópoli en donde su pueblo, a pesar de los problemas del día a día, todavía detiene su camino para ayudarle al visitante a encontrar la dirección buscada.
Gente como, la escultora Tati Cabral, quienes descubren esculturas dormidas dentro del duro lapacho, el frío mármol, o dan vida al inhumano acero o dorado bronce; personas como el empresario librero Rubén Bisceglia que siguen luchando, contra lo que muchos piensan son molinos de viento, porque saben que el que insiste triunfa y que los libros y la lectura son elementos fundamentales para tener un pueblo pensante y con ello libre de toda atadura. Un Chaco con poetas como Benedicto Falcón, cuyos versos revelan ancestrales secretos donde se puede “...descubrir que la tierra también se preña de amor”1, que se puede “sentir la vida que late, sin luz de luna ni sol, e hilvanar con hilos de oro los sueños del redentor”2
Un lugar en donde los escritores desnudan su alma, volcando con su tinta el sentir de hombres y mujeres de esa tierra curtidos por el abrasador sol como los rudos hacheros y abnegados braceros, en cada uno de sus renglones acompañados por los vibrantes acordes de las guitarras.
Decididamente el Chaco, o como se diría en quechua “Chacú” (la tierra de las cacerías) ya no será más, para mi, el recuerdo de un pequeño cartoncito con forma de erlenmeyer sino un lugar lleno de vida, arte, poesía y canción.
1 y 2 Fragmentos de la poecia Bea Mor de Benigno Antonio Falcon (Junto al autor en la foto de arriba a la izquierda de las citas)
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